¡Oh, Madre augusta de la Divina Providencia,
la más ilustre y santa,
la más accesible y tierna!
Colocamos en vuestro maternal corazón
nuestras tiernas oraciones
para que se inflamen con tus purísimas llamas:
Alcanzadnos, Señora,
que nuestra humilde confianza en esa sabia,
poderosa y vigente Providencia
adquiera en terreno tan precioso y fecundo
una belleza incorruptible, colores agradables,
aromas delicados, virtudes divinas
y un precio merecedor de eternos bienes,
de dicha feliz y perpetua, de inmortales honores.
Alcanzadnos de un tributo
tan adorable y excelso
que os hizo el brillante ornamento
de la naturaleza humana y la luz más pura
y esplendorosa del Empíreo,
todos aquellos bienes
así temporales como espirituales,
sin cuyo goce no podemos hacer tranquilamente
por este valle de lágrimas
nuestra peregrinación a la bienaventuranza.
A vuestra poderosa súplica deben
los pastores de la Iglesia santa
sabiduría, prudencia y celo,
los magistrados la feliz dirección
de los negocios públicos,
los militares la clemencia
que corona plausiblemente los triunfos,
los pecadores su pronta sabiduría
y saludable enmienda,
los justos, preciosos aumentos
de la virtud y gracia,
los labradores cosechas abundantes
y la industria, fecundos arbitrios y útiles progresos.
En fin hija inmortal y memorable
de la Divina Providencia,
cubridnos con su augusto manto
para que comencemos desde este mundo,
con nuestros cristianos procederes:
una felicidad que se consuma algún día
de un modo sorprendente y celestial,
en los tabernáculos eternos.
Amén.
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